20 de octubre de 2017

Jaír Cortés, líder del Consejo Comunitario Alto Mira y Frontera (Tumaco, Nariño)

Jaír Cortés, líder del Consejo Comunitario Alto Mira y Frontera (Tumaco, Nariño) asesinado el martes pasado, tenía algo en común con los otros 88 defensores de derechos humanos que han sido ultimados desde la firma del acuerdo de paz con las Farc.


Cortés, como los demás, ejercía la valiente tarea de defender el bien común, es decir, los intereses de la sociedad local frente a los erráticos caprichos de los emporios criminales que se levantan sobre economías ilegales y suelen ir en directa contravía. Es el recurrente pulso entre el interés particular y mafioso de unos pocos capos y el de un conjunto de personas que se han organizado para que no se les arrebate lo mínimo que requieren para sobrevivir como comunidad.

No es, por lo tanto, coincidencia –como lo deja claro el juicioso trabajo de monitoreo de la Iniciativa Unión por la Paz– la relación directa entre hectáreas de coca y riesgo para líderes sociales. Y un ingrediente más: se ha podido constatar que mientras más eslabones de la cadena del negocio del narcotráfico estén asentados en el lugar, más peligro corren quienes no quieren ese futuro de crimen y ley del silencio para su gente.


Donde reinan las economías ilegales, la Constitución es letra muerta. Impera la informalidad. El Estado de derecho, las instituciones son una ilusión o, en el mejor de los casos, un cúmulo de buenas intenciones que poco o nada pasan del papel, de los discursos a los hechos. Consecuencia de ello es lo que todos ya conocemos: quienes no se pliegan a las reglas de juego de los matones de turno –a la intimidación, al silencio, a la explotación– deben huir; quienes con valor alzan la voz para defender los derechos más fundamentales –reemplazando, en el mejor sentido del concepto, al Estado– son blanco inmediato de los que mandan. Así, a secas.

No obstante las buenas intenciones, no obstante lo esperanzador del plan de sustitución de cultivos ilícitos que se trazó bajo la batuta de la Alta Consejería para el Posconflicto, la descripción anterior se ajusta al drama que hoy viven varias zonas del Pacífico colombiano, y Tumaco en particular. Al asedio de los disidentes de las Farc, el ‘clan del Golfo’ y otras bandas criminales a las organizaciones sociales locales que se la han jugado por la sustitución se suma una compleja tensión por la posesión de la tierra. Sus raíces se extienden a la decisión que en su momento tomó esta guerrilla de promover la movilización de personas desde otras regiones para instalarse en territorios que eran, muchos de ellos, de los afrodescendientes y allí sembrar coca. Y un nuevo ingrediente: la manera como se apretó el acelerador de la erradicación forzada debido a la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos.


El Gobierno debe, por fin, entender en toda su dimensión la importancia de estos líderes y demostrarlo con un compromiso real y duradero para su protección. El planteado hasta ahora ha evidenciado ser insuficiente. Para ser claros: a la obvia seguridad que requieren con extrema urgencia en términos de esquemas de protección hay que sumarle una de otro tipo: la integral que surge de que el Estado asuma las tareas que ellos desempeñan a título personal y arriesgando sus vidas con tanto coraje a diario.


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