Jaír Cortés, líder del Consejo Comunitario Alto Mira y Frontera (Tumaco, Nariño) asesinado el martes pasado, tenía algo en común con los otros 88 defensores de derechos humanos que han sido ultimados desde la firma del acuerdo de paz con las Farc.
Cortés, como los demás, ejercía
la valiente tarea de defender el bien común, es decir, los intereses de la
sociedad local frente a los erráticos caprichos de los emporios criminales que se levantan sobre economías ilegales y suelen ir en
directa contravía. Es el recurrente pulso entre el interés particular y mafioso
de unos pocos capos y el de un conjunto de personas que se han organizado para
que no se les arrebate lo mínimo que requieren para sobrevivir como comunidad.
No es, por lo tanto, coincidencia –como lo deja claro el juicioso trabajo de
monitoreo de la Iniciativa Unión por la Paz– la relación directa entre
hectáreas de coca y riesgo para líderes sociales. Y un ingrediente más: se ha
podido constatar que mientras más eslabones de la cadena del negocio del
narcotráfico estén asentados en el lugar, más peligro corren quienes no quieren
ese futuro de crimen y ley del silencio para su gente.
Donde reinan las economías ilegales, la Constitución es letra
muerta. Impera la informalidad. El Estado de derecho, las instituciones son una
ilusión o, en el mejor de los casos, un cúmulo de buenas intenciones que poco o
nada pasan del papel, de los discursos a los hechos. Consecuencia de ello es lo
que todos ya conocemos: quienes no se pliegan a las
reglas de juego de los matones de turno –a la intimidación, al silencio, a la
explotación– deben huir; quienes con valor alzan la voz para
defender los derechos más fundamentales –reemplazando, en el mejor sentido del
concepto, al Estado– son blanco inmediato de los que mandan. Así, a secas.
No obstante las buenas intenciones, no obstante lo esperanzador del plan de
sustitución de cultivos ilícitos que se trazó bajo la batuta de la Alta
Consejería para el Posconflicto, la descripción anterior se ajusta al drama que
hoy viven varias zonas del Pacífico colombiano, y Tumaco en particular. Al
asedio de los disidentes de las Farc, el ‘clan del Golfo’ y otras bandas
criminales a las organizaciones sociales locales que se la han jugado por la
sustitución se suma una compleja tensión por la posesión de la tierra. Sus
raíces se extienden a la decisión que en su momento tomó esta guerrilla de
promover la movilización de personas desde otras regiones para instalarse en
territorios que eran, muchos de ellos, de los afrodescendientes y allí sembrar
coca. Y un nuevo ingrediente: la manera como se apretó el acelerador de la
erradicación forzada debido a la llegada de Donald Trump a la presidencia de
Estados Unidos.
El Gobierno debe, por fin, entender en toda su
dimensión la importancia de estos líderes y demostrarlo con un compromiso real
y duradero para su protección. El planteado
hasta ahora ha evidenciado ser insuficiente. Para ser claros: a la obvia
seguridad que requieren con extrema urgencia en términos de esquemas de
protección hay que sumarle una de otro tipo: la integral que surge de que el
Estado asuma las tareas que ellos desempeñan a título personal y arriesgando
sus vidas con tanto coraje a diario.
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