Un rincón de Chile es el refugio de cientos de colombianos que huyeron de la violencia de Puerto Buenaventura. Ese rincón se llama Cerro Chuño y no sirve para vivir porque está contaminado con metales pesados. De hecho, 1,800 familias chilenas fueron evacuadas de esa zona cuando se descubrieron graves daños a su salud.
Allá en Colombia, en el puerto de donde vienen estas
familias, le llaman “muerte natural” a morirse de un balazo. Aquí en Chile, ya
con el peligro lejos, le ponen más ironía y le dicen “plomonía”.
Una tarde, en una población de Arica llamada Cerro Chuño,
comenzó el relato de un sobreviviente colombiano llamado Eliézer Rojas: “Mi
hermano vio cómo mataron a otro”, dijo el chico. Y se le acercó un vecino,
después otro y otro más.
Cuando habla, Eliézer tiene imán, y más por la historia que
vivió antes de llegar aquí: “Otra persona fue y lo amenazó. Yo como lo conocía
del mismo barrio, lo enfrenté”, continuaba la narración.
Llegaron las cervezas, él destapó la suya con una sola mano
y no paró de hablar. Miraba a los ojos a cada uno a su alrededor.
“Después me
dijeron que tuviera mucho cuidado porque me iban a matar. Pasaban por mi taller
y hacían tiros al aire desafiándome”.
Eliézer es un joven afrodescendiente que salió de su casa en
Puerto Buenaventura con lo que traía puesto y tras varios días de viaje
cruzando Ecuador y Perú, y cuatro intentos fallidos de entrar a Chile pidiendo
refugio en la frontera, se internó al país usando uno de los pasos no
habilitados, en un tramo desértico sembrado de minas antipersonales.
En Cerro Chuño eligió una de las casas abandonadas que ahí
encontró. Era una población con basura en las calles y contados habitantes
rondando entre los callejones vacíos y polvorientos. Lo que no pudo ver son las
partículas de plomo y arsénico flotando en el aire que causaron el éxodo de los
que vivían ahí.
Cerro Chuño está, en efecto, en un cerro. Su avenida
principal con callejones a los costados, banquetas, señales de tránsito
oxidadas y escombros se extienden sobre un relieve cuesta arriba que termina en
un predio donde la empresa Promel procesaba metales y relaves mineros. El mismo
lugar donde la firma confinó 20,000 toneladas de desechos tóxicos provenientes
de Suecia, en 1984 y 1985, y donde el Estado chileno autorizó construir en la
década de los noventa las poblaciones Cerro Chuño, Los Industriales, villa Los
Laureles y villa El Solar.
En menos de dos años, los habitantes comenzaron a sufrir
diversos tipos de enfermedades como leucemia, cáncer de pulmón, de piel,
lesiones cutáneas malignas, enfisemas y abortos espontáneos en mujeres
embarazadas. Los niños que pudieron sobrevivir a la gestación nacieron con
malformaciones y severos daños neurológicos. Hasta el día de hoy son conocidos
como “los niños del plomo”.
En 2009, la presidenta, Michelle Bachelet, luego de que el
Gobierno detectó niveles tóxicos muy superiores a los permitidos por la
Organización Mundial de la Salud (OMS) ordenó la ejecución de un Plan Maestro
de Intervención en Arica para erradicar a 1,880 familias chilenas de Cerro
Chuño y las villas aledañas. En total fueron cerca de 3,000 personas
movilizadas en la ciudad.
Pasados los primeros años del reacomodo, solo fueron
quedando algunas familias, como la de Macarena Águila, quien, desde la puerta
de su casa, recuerda cómo desapareció la vida en las casas y los callejones de
Cerro Chuño y cómo era el lugar que se encontró Eliézer al llegar: “El sector se
convirtió en pueblo zombie. Acá quedaron pocas familias con niñitos chicos. No
había cómo llenar una fiesta de cumpleaños, era triste. Salían y no tenían
amigos con quién jugar porque todos se habían ido”, recordó Macarena, rodeada
de sus hijos pequeños y ahora también de otros niños colombianos, sus vecinos
recién llegados, jugando con ellos en su patio.
En la terminal de buses de Tacna, la ciudad más austral de
Perú, el arribo de grupos de personas colombianas es constante. Muchos llegan
con los colores de su bandera en alguna prenda de vestir y se hacen fácilmente
reconocibles dentro del cerco de jaladores que los abordan para ofrecerles
entrar a Chile por pasos no habilitados.
Los intentos de “engancharlos” ocurren frente a los policías
que vigilan la terminal y a la vista de cualquiera. Los contactos se dan antes
de que puedan dirigirse a los pequeños escritorios individuales donde hay
personas con fajos de billetes y una calculadora que ofrecen cambio de divisas.
Los enganchadores son persistentes y siguen a los
colombianos hasta los baños del último rincón del terminal donde, después de un
viaje de 22 horas desde Lima, buscan con urgencia una ducha antes de seguir su
camino.
Algunos, como Eliézer, resisten e intentan entrar por la vía
legal tomando otro bus que los lleva en un recorrido de menos de media hora a
través del desierto al control fronterizo de Santa Rosa, el segundo más
transitado de Perú, solo por debajo de el aeropuerto de Lima.
Aquí hay un carrusel humano de migrantes rechazados por los
agentes de la Policía de Investigaciones (PDI) de Chile en el control
fronterizo de Chacalluta, que se ven obligados a tomar un bus de regreso a
Tacna. El Servicio Jesuita a Migrantes asegura que los afrocolombianos ha
sufrido racismo en la fila de espera y en las entrevistas con los funcionarios
chilenos.
“Nunca hemos recibido a un migrante colombiano rechazado de
Chacalluta que no sea negro”, dijo Enrique Guevara, abogado del Servicio
Jesuita a Migrantes de Tacna, con oficinas frente al terminal de buses.
“Solía ocurrir que sacaban a las personas de color de la
fila, o las devolvían simplemente o les hacían muchas preguntas. La PDI se
atribuye la capacidad de negar el refugio, aún cuando no son el ente
competente. Su deber es dejarlos ingresar y decirles a dónde tienen que ir para
solicitar el refugio, en Extranjería”, explicó Javiera Cerda del Valle, directora
del Servicio Jesuita a Migrantes de Arica.
Eliézer estuvo formado en esa fila y le explicó a un agente
de la PDI el peligro inminente en el que estaba su vida. Lo rechazaron y le
tocó esperar algún bus con cupo que viajara en sentido opuesto. Al momento de
ser rechazado no estaba ni en Chile ni en Perú, sino en una zona franca, en
medio del desierto, sin el verde que vio toda su vida. Con una resequedad que
cuartea la piel y un sol que causa una sensación de urticaria.
Regresó a Tacna pero, una vez más, no aceptó la oferta de
los jaladores ni en las siguientes tres vueltas, y siguió dentro del carrusel
de personas caminando del terminal hacia una pequeña plaza que los peruanos,
con humor ácido, llaman “el muro de los lamentos” en donde las personas
rechazadas se detienen a pensar qué hacer con sus vidas. Ahí se toman grandes
decisiones.
Frente a esa plaza está una zona de hostales. Uno de ellos
es el de don Beto: 15 soles ($4.5) por noche. Camas polvorientas con colchones
menos gruesos que el puño de un niño, escusado sin tapa, regadera con cables
eléctricos que echan chispas, agua fría, suelo sin barrer y vista desde la
ventana al “muro de los lamentos”. Nuevas salidas hacia la frontera y nuevos
regresos. Noches recordando el pacífico colombiano…
Buenaventura es un lugar con presencia histórica de la
guerrilla, pero el azote de la población en los últimos años son los Urabeños,
La Empresa y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Son grupos de
delincuencia organizada que, según un informe de Human Rights Watch (HRW),
“extorsionan, restringen la circulación en los barrios, reclutan por la fuerza
a menores y comenten actos aberrantes de violencia contra cualquier persona que
se oponga a sus intereses”.
Este documento de HRW tiene información recopilada desde
2009 y testimonios que hablan de las “casas de pique”, que son casas donde esos
tres grupos descuartizan a sus víctimas.
Los gritos de un torturado suenan diferente a cualquier
otro. Es como si las súplicas tuvieran otra frecuencia sonora y se escuchan a
muchos metros de distancia. Se cuelan entre otros ruidos más altos y taladran
los oídos. Aún así, estas “aberraciones” pasaron años cubiertas por el manto de
la impunidad, pues hasta 2014 el Gobierno colombiano admitió su existencia, por
eso HRW habla de una marcada ineficacia policial en Buenaventura que ha impulsado
el éxodo hacia Chile.
Una mañana, en Tacna, Eliézer reconoció a dos integrantes de
la banda de los Urabeños rondando el terminal. A casi 4,000 kilómetros de casa
y de su taller vacío con sus herramientas oxidándose, este joven volvió a
sentir la posibilidad de caer en manos de una banda criminal que mata y
descuartiza. Fue cuando decidió aceptar la oferta de los jaladores y marcharse
con ellos.
“Era una zozobra porque estaba viviendo en la pura frontera
donde todo el mundo pasa y estás a la expectativa de que vas a coincidir con
otra persona de grupos (delictivos) que hay en Colombia y tú dices, también me
van a dar acá”.
El relato de Eliézer
era escuchado con el respeto de una feligresía:
“Yo estando en Tacna vi a dos personas que pertenecían a un
grupo de Urabeños, de la ciudad y la comuna de donde yo soy. Yo por eso me metí
(al desierto) rápido”.
Hay tres rutas no habilitadas para entrar a Chile desde
Tacna. La más utilizada es la que corre por una vía de tren en desuso. Adentro
de los rieles está la garantía de llegar con vida. Afuera están las minas
antipersonales que el gobierno militar colocó en 1980 durante la dictadura de
Augusto Pinochet, quien creía que Argentina, Bolivia y Perú podían invadir Chile
por conflictos territoriales.
Eliézer le pagó $200 a un jalador que simplemente lo llevó
en un punto llamado El Palo, un par de kilómetros antes del paso fronterizo. Él
y un grupo de más colombianos que completaban el cupo del vehículo fueron
llevados a la vía que corre en paralelo a un kilómetro de la carretera
aproximadamente.
Según los testimonios recabados por Enrique Guevara, abogado
del Servicio Jesuita a Migrantes en Tacna, la recomendación de los jaladores,
una vez que abandonan a sus clientes entre las minas antipersonales son “seguir
las huellas de migrantes que ya transitaron, no prender ninguna luz para no
alertar a los carabineros y rezar”.
Y hay ocasiones en que ni eso les dicen. “Nomás me metí a la
vía y ya, la información que me dieron fue: mire, usted siga en este camino y
siga de largo, no gire hacia ningún lado que así llega a Chile”, contó Eliézer.
Javiera Cerda afirma que las minas antipersonales “son la
mayor preocupación” para el SJM porque en febrero de 2012 se desbordó el Río
Seco, en territorio peruano, y causó el desplazamiento de miles de estas y a la
fecha no están localizadas. Caminar en esa zona puede ser como jugar a la
ruleta rusa.
Junior Cabeza y Anderson Rodríguez son dos colombianos que
pisaron minas y sufrieron mutilaciones en las pierna, en 2015. Ambos, de
acuerdo con la cónsul colombiana en Arica, Nina Consuegra, volvieron con
prótesis a su país después de recuperarse.
En 2016, un peruano murió y un dominicano
también perdió parte de una pierna.
El grupo de Eliézer caminó a través del campo minado durante
horas en la oscuridad, sin linternas para no atraer a los Carabineros. “En el
camino hay puro desierto y frío. Yo me tiré sin mochila, solamente con la
documentación que traía, teniendo fe nomás”, contó en migrante.
No hay en el mundo noches más iluminadas que las del
desierto chileno, pero los colombianos, usando la concentración de un
equilibrista para no acercarse a las minas, no lo habrán notado. Y finalmente
vieron las luces del aeropuerto de Arica. Fue como un faro para el que llega de
altamar.
Pasaron los meses y la familia de Eliézer también se instaló
en Cerro Chuño. No vivieron mucho tiempo en su primer casa, pues en cuanto
pudo, con su sueldo de soldador, se fue con sus dos hijas y esposa a donde
pudieran respirar aire puro.
Y así, familias enteras siguen llegando desde Buenaventura
–el puerto más importante del pacífico colombiano– a ciudades del norte de
Chile, una región tranquila del continente. Muy tranquila para ellos, y con el
mayor desarrollo minero de América Latina y la generación de empleos directos e
indirectos que eso conlleva.
Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en 1982
habían 83,000 migrantes y en 2014 ya se contabilizaban 411,000. Esto significa
que la población migrante en Chile pasó del 0.7 % al 2.3 % del total de la
población.
En 2005 habían 5,066 colombianos en Chile. En 2014 habían
25,038, lo cual representa un incremento del 394 %. Es decir, Chile y Colombia
están en un proceso de integración notable.
Después del plomo…
más plomo
Arica es la primer ciudad chilena que han visto los miles de
colombianos que llegan por tierra después de cruzar Perú. Y cuando ahí se habla
de la comunidad colombiana en una conversación callejera cualquiera, se habla
también de Cerro Chuño, que está en una de las entradas de la urbe.
Para notar Cerro Chuño al entrar a Arica será necesario que
alguien lo señale al pasar (hacia la izquierda y hacia arriba) porque parece
que ahí no vive nadie. Y no debería vivir nadie. Los 1,880 afectados de esa
zona prueban que esa contaminación existe.
“Se han evidenciado niveles de plomo en la sangre y de
arsénico inorgánico en la orina mayores a los niveles de referencia de la OMS”,
dice el informe del Plan Maestro de Intervención.
A las cinco de la tarde el sol aprieta en Arica. Desde Cerro
Chuño se nota cómo se le acentúan los colores y relieves sombreados al Morro
con su gigante bandera chilena. También a las embarcaciones del Puerto; más
cerca, a las grúas que mueven la carga; más cerca aún, al mosaico variopinto
que forman los contenedoras apilados al otro lado de la carretera, y a la
camioneta roja de Harold Gaspar Otero, quien viene llegando a casa con sus dos
niñas de uniformes escolares verdes y trenzas de colores.
Harold también huyó de la “plomonía” de Buenaventura y trajo
a su familia poco a poco hasta tenerla a toda completa. Sus hijas menores
nacieron en Chile.
La brisa fresca que llega desde el mar es uno de los
componentes que hacen de esa zona la más contaminada de Arica, de acuerdo con
información del Plan Maestro ordenado por Bachelet, porque el aire que refresca
las casas de Cerro Chuño también llega con niveles altos de arsénico.
La contaminación descrita por las autoridades está también
en cada rincón del interior de las casas, pues el Instituto de Salud Pública
encontró “niveles muy altos dentro de las casas”. Es decir, de las casas que
ahora los inmigrantes están felices de habitar.
“Dicen que hay contaminación de plomo pero hasta ahorita no
hemos sentido ningún mal síntoma y espero que no suceda”, dijo, torciendo el
gesto y levantando los hombros, Feliciano Caicedo, otro joven colombiano con
historia calcada a la de Eliézer que estaba rondando en los callejones.
En el hogar de Harold se reúnen parientes y amigos que salen
de casas aledañas. Llega también Eliézer desde su barrio, su presencia inspira
a los recién llegados a Cerro Chuño porque él logró alquilar una casa a su
gusto y darle una vida en paz a su familia, que es lo que todos quieren.
Los grandes organizan la colecta para comprar cerveza. Los
adolescentes tienen prohibido beber alcohol y se abstraen en sus teléfonos
celulares. Las niñas de Harold, nacidas en Chile, corren, empolvan su reciente
muda de ropa y despeinan sus trenzas de colores.
Desde 1997, muchos años antes del nacimiento de estas niñas
y de que su padre huyera de las balas a 4,000 kilómetros de distancia, el
Instituto de Salud Pública de Arica analizó el material confinado y detectó
“concentraciones de riesgo” para las personas. En 2009 fueron retirados por
completo los materiales contaminados.
Así fue como se fueron quedando vacías las casas de Cerro
Chuño hasta que ya no alcanzaron los niños para hacer una fiesta de cumpleaños.
Mientras tanto, en Puerto Buenaventura, en 2009 también,
comenzaba otro recuento: el de los desplazados por la violencia realizado por
HRW. Y eran, hasta 2013, al rededor de 13,000 desplazados por violencia.
Son personas que no se sabe dónde están. Pueden que estén
hechos pedazos en el fondo de la bahía de Buenaventura o enterrados en fosas
clandestinas. O vivos en Cerro Chuño, dándole cero importancia a exponerse al
arsénico o al plomo.
El informe de HRW se llama “La Crisis de Buenaventura.
Desapariciones, desmembramientos y desplazamiento en el principal puerto de
Colombia en el Pacífico”. Es la recreación del mundo que dejaron atrás los
nuevos habitantes de esta población contaminada.
Un recuerdo que todos tienen, por ejemplo, y que ayuda a
explicar su presencia en Cerro Chuño, es este que consigna el informe:
El 13 de septiembre de 2013 hubo una marcha en Buenaventura
de cientos de personas pidiendo paz. El obispo Héctor Epalza Quintero lideró la
manifestación que pasó por varios barrios y terminó en una cancha de fútbol.
Ahí rezaron. Al día siguiente, ahí donde rezaron, apareció la cabeza de un
joven de 23 años y el resto de su cuerpo fue regado en pedazos en barrios
aledaños. Su familia pidió justicia pero recibieron amenazas y acabaron
esfumándose.
En septiembre de 2014, la Interpol detuvo en Antofagasta a
Fanny Grueso Bonilla, alias “la Chily”, una mujer señalada como la operadora de
varias “casas de pique” en Buenaventura. Esa noticia, como otras en las que han
estado involucradas personas colombianas, se ha instalado en la percepción de
algunos chilenos.
Una mujer chilena habitante de Cerro Chuño interceptó a los
reporteros y los retó por “entrevistar a delincuentes”. Antes, un conductor de
taxi se negó a entrar a la villa, pues –dijo– “todos los colombianos son
delincuentes”.
— ¿Alguna vez usted ha conocido o hablado con alguno de
ellos?, se le preguntó.
— “No, ¡nunca!”, exclamó el taxista.
“No somos delincuentes, ¡lo que pasa es que no nos
conocen!”, dirá, sacudiéndose el polvo de las manos y su ropa de trabajo
Benjamín Cobo, otro inmigrante colombiano que arrancó con su familia desde
Cali.
Las cifras del Departamento de Extranjera de Chile muestran
que desde 2005 Colombia ya era, por mucho, el principal solicitante de refugio
con el 78.7 % de las solicitudes. En 2010 la cifra alcanzó su máximo, con 84.6
% y cuatro años después, en 2014, la cifra se mantuvo casi al mismo nivel, con
84.4 %. El flujo en los últimos años es constante y ese flujo sigue pidiendo
refugio por razones de peligro inminente.
Según los datos del Alto Comisionado de Naciones Unidas para
los Refugiados (ACNUR), Colombia se encuentra entre los 20 países de origen con
mayor número de solicitantes de refugio a escala mundial.
Un pizca de ellos estaban “donde Harold”, que trabajaba
tapando ranuras en las paredes en medio del aroma a arepa, arrocito y huevos.
Afuera estaba la fiesta y también se contaban historias de
terror. Pero se decían por piezas sueltas porque en medio de los relatos
siempre van las bromas, gritos, burlas, carcajadas o pasos de baile a presumir.
Los recuerdos de las aberraciones que los rodeaban se van quedando escondidos
tras el modo alegre innato de la población afrodescendiente.
Harold es un refugiado que llegó hace siete años cuando un
grupo guerrillero amenazó de muerte a su hijo que tenía la edad de 17.
“Me lo iban a matar si no se iba a la guerrilla. Me tocó
conversar con los caballeros que estaban allá y me dijeron que, como no se
quería ir el hijo mío, entonces me iban a matar a mí. Me enfrenté con ellos. En
la noche llegaron y me dijeron que tenía que desocupar la casa porque si no, no
amanecía”, contó.
La historia de su viaje a Chile también es la de miles de
colombianos: una carrera atropellada cruzando fronteras y parando en puntos
específicos esperando los documentos que necesitaba para entrar al país.
Después, en Tacna, tomó un bus hacia la frontera de Chacalluta pero fue
rechazado porque sus argumentos no convencieron a los oficiales de la PDI.
Otra escena miles de veces repetida, otra vez el carrusel:
un migrante afrodescendiente saliendo de la terminal de Tacna hacia el llamado
muro de los lamentos.
El SJM ayudó a Harold a conseguir refugio tras una
investigación del ACNUR en la que se comprobó el peligro inminente para su
vida.
La canción “Jaime Molina”, del compositor vallenatero Rafael
Escalona, comenzó a retumbar en el gigante aparato de sonido de Harold (en cada
casa de familia colombiana hay uno igual) y el anfitrión se aburrió de recordar.
Algún vecino chileno se acercó a la fiesta. Otros más
pasaron, saludaron y siguieron de largo. Eliézer era uno de los invitados. En
ese callejón de Cerro Chuño parecía que había concurso de carcajadas.
Al día siguiente, la cuñada de Harold, Maura Mosquera, fue
de compras al muelle del puerto de Arica con varias amigas y amigos.
El
comerciante que les vendió el pescado fue embestido por un mar de instrucciones
de sus clientes colombianos de cómo cortar bien el pescado. Los lobos marinos
obesos que cachan las vísceras todo el día se desesperaron durante la
explicación.
Mientras tanto, alguien soltó un grito ofensivo hacia el
grupo de afrocolombianos. Nadie hizo caso, y el vendedor chileno aprendió cómo
hacer los cortes al pescado para que el caldo tenga el sazón típico de un lugar
llamado Puerto Buenaventura.
* Este reportaje fue elaborado por Rodrigo Soberanes (texto)
y Víctor Ruiz Caballero (fotografías) de Ruta 35 y es republicado en CONNECTAS
gracias a un acuerdo de difusión de contenidos.
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