El 18 de noviembre de 1985 el Congreso de Colombia presentó solemnemente en una ley a Pedro Claver como el precursor del alivio y defensa de oprimidos en América, y a la ciudad de Cartagena de Indias, donde ejerció su apostolado, como sede de los derechos humanos en Colombia.
Por: Tulio Aristizábal S.J.
Curioso que ese extraño jesuita, quien
durante la primera mitad del siglo XVII gastó su vida protegiendo a los
esclavos africanos de las tropelías y desmanes de tantos españoles, merezca ser
exaltado en forma tal en este siglo XX. Nosotros ahora, cuando vivimos
obsesionados por lo científico, por lo presentado en limpias estadísticas,
ansiosos de profundizar en complejas teorías; que rechazarnos como caduco lo
que se ha dado en llamar "paternalismo", desearíamos un paradigma más
conforme con nuestro gusto.
Porque este empecinamiento en lo teórico nos
lleva a llenar páginas y páginas de los más profundos tratados sobre las
injusticias y desequilibrios en los que naufraga nuestra sociedad.
Esperaríamos, por tanto, que Claver hablara. Si es el modelo de defensores, que
nos muestre lo que piensa; que se reediten hoy, en impecables publicaciones,
sus tratados sobre la libertad y dignidad del hombre.
Lejos de ello, nos encontrarnos ante la
realidad de un hombre que no dejó escritos. Sólo dos o tres cartas a sus
familiares y a sus compañeros de apostolado. Y no que entonces fuera imposible
acudir a la imprenta para exponer y defender las propias ideas. Ahí están, como
ejemplos bien patentes, Las Casas y Sandoval.
El fraile dominicano Bartolomé de
Las Casas cruzó 14 veces el Atlántico, durante dos años siguió a la Corte de
Carlos V en busca de audiencia del soberano. Todo ello para clamar contra las
injusticias que aniquilaban las razas indígenas de América. Y dejó, a más de
otros escritos, un tratado breve pero cruel, al que dio por título "Brevísima
relación de la destrucción de las Indias". Algunos lo tachan de exagerado,
mentiroso y poco objetivo. Pero ahí está, como testimonio de una ignominia ante
la que no podernos cerrar los ojos.
El otro fue un jesuita, Alonso de
Sandoval, bien cercano a Claver puesto que podemos decir que fue su mentor y
compañero en la brega. También él dejó un juicioso tratado sobre el tema,
referente éste a los esclavos africanos. Le dio un título extraño, complicado
para nosotros pero muy del gusto de la época, lo llamó: "De instauranda
aethiopum salute: El mundo de la esclavitud negra en América". El libro de
Sandoval no es de fácil lectura; denso y muchas veces monótono. Pero pone el
dedo en la llaga, se rebela contra la injusticia de la esclavitud, a la que
nada ni nadie puede justificar.
Uno de estos dos personajes bien
podría haber servido de modelo para la defensa de los derechos humanos. En
cambio Claver no viajó ni escribió. Fuera de su salto de Sevilla a Cartagena, y
dos o tres viajes Magdalena arriba hasta Santafé de Bogotá, Claver se la pasó
en la ciudad amurallada y en su provincia de la llanura atlántica. Nada dejó
escrito. Ni un profundo tratado catequético como el de Sandoval; ni el alegato,
descarado si se quiere, de los escritos de Las Casas. Claver siguió el ejemplo
de su modelo, Jesucristo, quien "comenzó a obrar y a enseñar". No
escribió, sino hizo. ¡Y cuántas cosas hizo!
Era Claver la primera sonrisa que
veían en mucho tiempo aquellos pobres africanos desarraigados salvajemente de
sus tierras, el primer contacto con una mano amiga. Más con los ademanes que
con las palabras los reconciliaba con la vida. Entonces sabían que al menos no
venían a servir de alimento a los hombres blancos ni a proporcionar el aceite
de sus cuerpos para calafatear los navíos. Por fin alguien les hacia sentirse
de nuevo personas, seres humanos a quienes se ama, se compadece y se comprende.
Narra su biógrafo que por medio de los intérpretes les decía "que él venía
a serles amparo y padre, como lo
experimentarían en su amor. Era tan tierno el que les mostraba en el semblante,
que mirándolos y mirado de ellos, los decía más a los ojos, que las palabras de
los intérpretes al oído. Entendíanle, aunque bozales, aquella habla muda del
mirar, más elocuente que toda la retórica para dar a conocer los afectos del
alma; y con una oculta simpatía, se les iba el amor al venerable padre".
Venía después el recoger a los
moribundos en su propia capa, curarles las llagas, darles alimento, recibir en
su rostro las lágrimas y el dolor de tantas almas, hasta volverlos a la vida.
Una vida que continuaba esclava en el cuerpo, pero libre en el espíritu gracias
a la fe que sembró por el bautismo y quedó enraizada en un pueblo creyente como
es éste nuestro, a pesar de los horrores que vivimos.
Y recorrer las calles de Cartagena. Aquí un
negro se arrodilla y le besa la mano; el santo lo deja hacer, le suelta algunas
palabras en su dialecto que iluminan con amplia sonrisa la cara del esclavo.
Más allá, en la casa del capitán Villalobos, se agolpa la gente porque ha
muerto Agustina, la esclava angolesa. Claver llega, ora, llama a la mujer
"¡Agustina! ¡Agustina", y ésta vuelve en al para recibir el bautismo
y morir en paz. En aquella otra morada hay un pobre apestado. Nadie se le
acerca; el olor es insoportable; aun el sacrificado hermano González, su
compañero de siempre, tiene que abandonar la habitación. Pedro sonríe, se
acerca al enfermo, llega hasta acariciarlo para que no se sienta avergonzado.
Lo limpia, lo enjuga con un paño impregnado en vino, le sugiere oraciones. Y
sale a tocar otras puertas. Más enfermos, más lágrimas qué enjugar. Un día lo
encontró el sargento Jerónimo Jiménez en la puerta de la Medía Luna. "¿A
dónde va el padre?" le pregunta. "A Carnestolendas" le contesta
Claver, es decir, al carnaval. Y el carnaval para él era San Lázaro, el
hospital de los leprosos, donde pasaba las horas consolando y llevando una luz
de esperanza.
Desnudó ante los blancos las
injusticias que cometían con los esclavos, y los obligó a tratarlos como
hermanos. Unos años antes de Claver vivió en la misma Cartagena otro hombre,
también enloquecido por la defensa del esclavo ante el injusto. Se llamaba Luis
Beltrán, y cuentan, entre leyenda y realidad, que un día, sentado a la mesa con algunos nobles
españoles de los que maltrataban sin misericordia a los indios sometidos, el
frailecito dominicano tomó en sus manos un pan, y exprimiéndolo a la viste de
todos, hizo salir gotas de sangre de él. "Esta sangre, les dijo, es el
sudor de los pobres indios; piensen de dónde sacan ustedes el alimento".
Fue lo mismo que hizo Claver con su ejemplo: plantarse frente a ellos, frente a
nosotros, y contamos qué hizo por los esclavos, para preguntamos qué estamos
haciendo nosotros ante las injusticias de este tiempo.
Sí, Claver no escribió. No dejó
tratados polémicos de protesta contra la esclavitud. Nos enseñó lo que es
necesario hacer ante la miseria humana. Lección difícil de comprender y que muy
pocas veces nos atrevemos a seguir. Mejor y más cómodo es enviar al periódico,
desde nuestro escritorio, artículo muy bien hilvanados para desnudar ante el
mundo las injusticias de esta sociedad.
Ojalá con todo el papel en que se
han escrito tantas cosas bellas a favor de los derechos humanos en Colombia,
con todas las revistas y periódicos, con todos los libros y afiches
publicitarios adornados con la palomita de la paz, hiciéramos una inmensa
hoguera y en ella consumiéramos de una vez para siempre el odio y la injusticia
que están acabando con esta patria nuestra a la que tanto queremos. Estas, tal
vez, podrían ser palabras de Pedro Claver, el defensor de los derechos humanos.
Publicado originalmente en El Tiempo, el 12 de septiembre de 1999.
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