4 de octubre de 2011

Jaime Arocha: Pueblos tribales e inferiores


  

En una columna que publicó en El Tiempo (junio 29 de 2011), Daniel Mera opina que al proyecto moderno de la Constitución de 1991 lo socava la "inferiorización bienintencionada" consistente en asimilar a "la población afrocolombiana a un 'pueblo tribal' (Convenio 169 de la OIT)".

Al leerlo, pensé en aquellos profesores formados en escuelas europeas que tuvo Ahmadou Hampâté Bâ, a quien se le conoce como “el filósofo de Bandiagara (Mali)”. En su obra Amkullel el niño fulbé explica que a ellos los educaban para amar a las madres patrias al extremo de que imitaran a los colonizadores hasta en sus vestimentas. Gente como la bambara o la tucoror los desdeñaba con el nombre de “blancos-negros”, porque para ellas fueron imprescindibles en la consolidación de los regímenes coloniales de África occidental y central, y carecieron de la capacidad de reivindicar las fortalezas de los sistemas sociales, políticos y simbólicos ancestrales dentro de los cuales Bâ había nacido y por los cuales profesaba una admiración profunda. Pese a la violencia a la cual acudieron los europeos para doblegar esos sistemas, perviven hoy inclusive dentro de las genealogías de afrocolombianos, palenqueros y raizales.

Mera parte de una noción de modernidad incompatible con la que considera que tales sistemas tienen sus equivalentes entre los indígenas de las Américas y forman parte de un reservorio cultural aún más amplio basado en una filosofía holística referente a que el respeto por la naturaleza y otros seres humanos depende de la unidad que ellos forman con ella y consigo mismos. Hasta James Cameron comprendió que ese pensamiento era fuente de civilización y el occidental más bien de barbarie. Así, en Avatar se valió de los filamentos que la gente “na’vi” tenía en sus cabelleras para representar cómo se conectaba con las personas amadas o los antepasados residentes en su árbol sagrado. Hasta esa mitología desdice de la solución que Occidente ha planteado para las crisis ambientales y humanas, basándose exclusivamente en manipulaciones cada vez más intrincadas de una tecnología que —precisamente— ha causado buena parte de tales catástrofes.

La esperanza para la humanidad que hoy representan los pueblos tribales del mundo no es ajena al reconocimiento de sus derechos territoriales, culturales, políticos, estéticos y espirituales según el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Al contrario de lo que sostiene Mera, ese convenio pasó a ser ley nacional unas semanas antes de que fuera firmada la Constitución de 1991 y antecedió por dos años la sanción de la llamada “ley de negritudes”. Fue a los siete años de que la Ley 70 de 1993 fuera promulgada que la Corte Constitucional conceptuó que las comunidades negras eran tan pueblos étnicos como los indígenas y las puso bajo el amparo de la convención internacional que Mera menciona. Él podrá arrogarse el derecho a estereotipar como premodernos a los pueblos amparados por esa jurisprudencia global, pero quizá no sea muy ético hacerlo dentro del marco creado por la crisis humanitaria de la desposesión territorial de indígenas y afrocolombianos por medio de la guerra.



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