4 de mayo de 2017

Máscaras negras para reivindicar la memoria Afro en Ecuador


Mujeres afrodescendientes de Mascarilla, en Ecuador, lideran una iniciativa de turismo comunitario cuyo sello de identidad son las máscaras africanas que ellas mismas crean con sus manos. 

Las manos de Lucía Lara se esmeran en perfilar los ojos del rostro de barro. 
Tras una vida de exclusión y racismo, Lucía Lara abandonó su trabajo como empleada remunerada del hogar en la ciudad blanca de Ibarra, en el norte de Ecuador y resolvió dedicarse por entero a su pasión: el arte alfarero de raíces africanas. En 2003, Lara formó una asociación junto a una decena de compañeras de Mascarilla, una de las 38 comunidades del afroecuatoriano Valle del Chota. Con la ayuda de un misionero belga buen conocedor del continente africano, las mujeres aprendieron a modelar máscaras a imagen y semejanza de sus ancestras. De los alargados y elegantes rostros que perfilaban con sus manos emergió un sentimiento de pertenencia. Las anchas narices y prominentes labios hechos de barro cocido plantaron en las mujeres la semilla de la curiosidad sobre su origen. El orgullo de ser negras afrodescendientes venció por primera vez a la vergüenza de una historia negada. Mientras moldeaba una máscara tras otra, Lara fue capaz de quitarse la máscara que le oprimía desde que nació: la de la discriminación por el color de su piel.
Para crear las máscaras, las mujeres de GAEN utilizan un tipo de tierra obtenida en las montañas que rodean de su comunidad. La tierra se mezcla con agua para amasar el material y comenzar el proceso creativo. Extienden el barro sobre una teja para así poder moldear los rostros negros que nacen de su inspiración y sentir. ESTEFFANY BRAVO S.
“A través de las máscaras nos interesó saber de dónde veníamos. Nos dejamos de enfadar si nos decían ‘negra’, ‘morena’. Antes nos parecía una ofensa, pero luego fuimos asimilando que no era algo malo”, explica Paquita Acosta, una de las fundadoras de la asociación Grupo Artesanal Esperanza Negra (GAEN). Como sus compañeras, Acosta nunca antes había visto una máscara africana, pero no tardó en dominar la técnica. “Nos sorprendimos al darnos cuenta de que teníamos un arte escondido que nunca habíamos visto. Lo llevamos en la sangre”, defiende esta mujer de 45 años, mientras muestra con satisfacción las piezas de cerámica que adornan las paredes de su casa de dos plantas.

La comunidad de Mascarilla, cuyo nombre derivado del kichwa nada tiene que ver con el arte de sus mujeres, acoge también un proyecto de etnoturismo. A raíz del éxito de la venta de máscaras a los visitantes, las asociadas decidieron construir dos cabañas con apoyo de varias ONG para alojar a aquellos viajeros que quisieran quedarse a pasar la noche en el poblado, de aproximadamente un millar de habitantes. Además, habilitaron cuartos en sus casas para permitir que los turistas pudieran convivir con las familias y así conocer más de cerca la cultura afrochoteña. “Ellos tienen que adaptarse a las reglas de la familia, siempre con respeto de un lado y del otro”, afirma Lara, que reside en una modesta casa de cemento y techo de zinc junto a dos de sus cuatro hijos.
Cada mañana, Lucía se dirige a su huerta para recolectar alimentos que ayuden a la subsistencia de su familia, para vender en la zona y para la elaboración de productos artesanales. Su huerta, como muchas de la zona, están colmadas de mangos, guandul (frijol verde), guayaba (fruta dulce) y alfalfa. La huerta sirve como espacio de cultivo que se trabaja diariamente para sostener a las familias y comunidades. ESTEFFANY BRAVO S.
Esta iniciativa turística también ha tenido a las mujeres como protagonistas. Recluidas durante años en la asfixiante esfera del hogar y la huerta, las socias de GAEN pudieron romper la invisible barrera de los roles de género gracias a sus proyectos. “En nuestra comunidad era terrible. Por ser mujer no tenías derecho a hacer cosas diferentes, a salir. Como mujer eras para lavar, para planchar, para hacer todo lo de la casa, pero más no. Nada de estudiar, prepararte para hacer nuevas cosas”, lamenta Betty Acosta, quien gracias en parte a su liderazgo en la asociación GAEN llegó a ser la primera presidenta del cabildo de Mascarilla. “Disminuyó bastante las brechas de género y nos ayudó a viajar. A mí me tocó ir a Italia por medio de este proyecto”, manifiesta esta auxiliar de enfermería, que voló a Europa en 2004 para realizar varios intercambios culturales.
Paquita Acosta, mientras sostiene a su nieta, cuenta cómo el arte de crear máscaras le ha generado una inmensa alegría. Paquita recuerda que en las primeras máscaras que hizo, vio un arte oculto que jamás pensó que poseía. ESTEFFANY BRAVO S.
Sus actividades artísticas y hosteleras también dan réditos económicos. A pesar de que solo venden las máscaras en una tienda ubicada en su comunidad debido a malas experiencias con negocios de comercio justo en Quito, las alfareras llegaron a obtener cada una hasta 500 dólares mensuales en los tiempos de vacas gordas. En los últimos años las ventas han bajado, en paralelo al declive de la economía nacional. El terremoto de 2016 y la alerta por el virus del zika son los principales motivos identificados por las mujeres para explicar la caída del turismo en Mascarilla, situada en el cantón Mira, a escasos kilómetros de la carretera Panamericana que atraviesa los Andes rumbo a Colombia. Lara y sus compañeras esperan que en este 2017, Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo, su iniciativa vuelva a prosperar.
Dentro de la comunidad de Mascarilla, las promotoras de GAEN han construido una tienda donde exhiben y venden sus trabajos. Los visitantes pueden comprar las obras y también aprender sobre su emprendimiento en este espacio designado para el intercambio cultural. ESTEFFANY BRAVO S.
En cualquier caso, la dedicación al etnoturismo ya le permitió a Lucía Lara entregar su vida a su actividad favorita: el arte negro. “En el colegio quise hacer dibujo artístico, pero mi mami no me dejó”, recuerda la vigorosa mujer de 42 años. “En esa época no estaba bien visto que las mujeres estudiaran fuera. Yo tenía 14 años y no había dibujo en Mascarilla”. Pese a que el camino no fue fácil, Lara finalmente consiguió entregarse por entero a las máscaras. “He sufrido demasiado. En las casas donde trabajé, era la primera en levantarme y la última en acostarme. Me pagaban 180 dólares y no querían afiliarme al seguro social. Ya no aguantaba más”, proclama esta madre soltera que ha sacado adelante a sus hijos y que ahora defiende los derechos de su antiguo gremio en la Unión Nacional de Trabajadoras Remuneradas del Hogar. Lucía, además, cría cabras para vender leche y cultiva el huerto familiar para proveer a sus descendientes de yuca, aguacate, mangos y plátanos. Todo ello sin olvidar el oscuro pasado que durante siglos vivió el pueblo afrodescendiente al que pertenece y del que su tío, Salomón Acosta, es el mejor custodio.

Memoria de la explotación
Acosta añora África a pesar de que nunca estuvo allí. Puede que no pisara sus selvas y sabanas, pero el agua del río Congo fluye por sus venas. El viejo Salomón, de 72 años, es la memoria viva del Valle del Chota. “Cuando llegaron los españoles con el comercio negrero en el siglo XVI, llegamos también los afrodescendientes a través del puerto de Cartagena de Indias”, cuenta el hijo más insigne de Mascarilla, quien preside la Federación de Comunidades y Organizaciones Negras de Imbabura y Carchi (FECONIC). Arrancados a la fuerza del África Occidental, principalmente de los territorios que hoy pertenecen a Angola y Congo, miles de cuerpos despojados de alma poblaron las fértiles y cálidas riberas del río Chota, a 1.500 metros sobre el nivel del mar. Obligados a trabajar en condiciones inhumanas en el cultivo de caña de azúcar, los esclavizados color de ébano fueron perdiendo poco a poco su lengua y sus tradiciones para adaptarse a las exigencias de los explotadores, en su mayoría jesuitas.
Olga Minda narra cómo ella y sus compañeras han emprendido su proyecto de turismo comunitario, vivencial, cultural y étnico. Cuenta que para ella ha sido una experiencia enriquecedora compartir con varios visitantes de diversos países del mundo. Olga plantea que el acoger y conversar con los turistas le permite comprender otras culturas y revivir la suya con el mundo. ESTEFFANY BRAVO S.
Salomón no habla el bantú de sus antepasados, pero recuerda cómo su padre vivió eternamente atado a la hacienda bajo el régimen del concertaje. “Tenía que trabajar toda su vida porque tenía una deuda con el patrón”, aclara refiriéndose al endeudamiento perpetuo al que los peones se veían sometidos, obligados a destinar sus ínfimos jornales para compensar al amo blanco o mestizo por los adelantos que este ofrecía para sufragar impuestos y fiestas religiosas. “Todo lo que trabajaron nuestros papás y nuestros abuelos y también nosotros iba al bolsillo de ese señor.

Mientras, nosotros vivíamos comiendo las hierbas del campo. Y si los capataces nos veían cogiendo una caña del cañaveral, se lo descontaban a nuestros padres del jornal”, rememora Salomón. Ni la abolición oficial de la esclavitud en Ecuador a mediados del siglo XIX, ni el reparto de tierras que facilitó la Ley de Reforma Agraria y Colonización de 1964 supusieron, según el septuagenario, una mejora sustancial en la vida de los afroecuatorianos, que representan hoy más de un 7% de la población de Ecuador.
Dos ancianos conversan sobre su territorio, de cómo ha cambiado a lo largo del tiempo, mientras se celebra el carnaval anual en Coangue, en el afroecuatoriano Valle del Chota. ESTEFFANY BRAVO 
Pese a que los latigazos y torturas quedaron a un lado, Salomón considera que la esclavitud no ha terminado. Un nuevo concertaje se ha labrado a la sombra del discurso liberal. “Los patrones ya dejaron las tierras y se fueron a la ciudad a estarnos esperando para vendernos la ropa, la televisión. Ya no están con los mosquitos al sol y la lluvia, están sentados en sus casas, son dueños de las tiendas a las que vamos a gastarnos el dinero”, expone. “Y cuando no tenemos plata para comprar al contado un aparato, entonces nos dan a crédito, con unos intereses que acaban doblando el precio”, argumenta el respetado anciano de Mascarilla, pesaroso de que la competitividad haya ganado terreno a la solidaridad entre sus jóvenes congéneres.

Muchos campesinos del Valle del Chota continúan sembrando caña, pero ahora, en vez de entregársela al hacendado, la venden al ingenio azucarero. Mientras tanto, tienen que seguir aguantando insultos comunes como ‘negros vagos’. A Salomón se le tuerce el semblante al mencionarlo. “Muchos mestizos no reconocen todo el sufrimiento, el aporte que nosotros como afrodescendientes hemos dado para que nuestro país sea libre y para que ellos sean cada día más ricos”, se queja antes de enumerar varias formas de racismo cotidiano al que se ve sometida diariamente la diáspora africana en Ecuador.
A finales de febrero se celebra anualmente la festividad de carnaval en varias comunidades del Valle del Chota. Todos los habitantes del lugar festejan con música, danza, comida y “carioca” (espuma de colores). En la imagen, una niña lanza nieve sintética a una joven en Coangue. ESTEFFANY BRAVO S.
A pesar de las circunstancias adversas que ha sufrido a lo largo de su vida, Lucía persiste en su ilusión de hacer de Mascarilla un destino imprescindible para los viajeros ávidos de conocer la cultura afroecuatoriana. Situada a tres horas al norte de Quito, la comunidad del Valle del Chota se esfuerza por afirmar una historia que fue negada durante siglos. Superado el tiempo en que fueron tratadas como animales de carga o de cría, las mujeres de la asociación GAEN continúan moldeando el barro extraído de las montañas andinas para crear figuras que evoquen a sus ancestras africanas. Lucía, convencida de la importancia de recuperar y reivindicar la memoria de su pueblo, agarra cuidadosamente la espátula con la que delinea los contornos del rostro de cerámica. “Soy artista con manos de negra”, sentencia con orgullo.

Artículo y fotos tomados de: http://elpais.com/elpais/2017/05/02/planeta_futuro/1493739061_411381.html  

JAIME GIMÉNEZ
Mascarilla (Ecuador) 4 MAY 2017 - 01:05  COT


3 de mayo de 2017

Herencia de Timbiquí y su gran aporte a la Etnoeducación


William Angulo y Begner Vásquez, vocalistas de la agrupación Herencia de Timbiquí, junto a Leopoldo Prado, director de la Fundación Mansa Musa, lanzaron Herencia App. Se trata de una aplicación para visibilizar a la población afrocolombiana que ha hecho aportes a la historia no solo de Colombia, sino de toda Latinoamérica.

Foto: 
Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO
La etnoeducación en Colombia está en deuda, principalmente con los afro y con los indígenas. Suelen estudiarse materiales de otras culturas distintas a estas y se ha dejado de lado todo el aporte que ha hecho el negro y el indígena”, afirmó Begner Vásquez a EL TIEMPO.


Esa es una de las razones por las cuales surge esta aplicación móvil con la que se podrá dar contexto geográfico e histórico a los negros y aprender jugando. Además, ofrece la oportunidad para trabajar en una plataforma que puede ser instalada en los colegios, para que de esta manera también sea material de apoyo de los profesores durante sus clases.

Otra de las motivaciones de Herencia App es empoderar a los estudiantes afrocolombianos y que de esta manera se disminuya el abuso escolar en los colegios hacia la población negra, debido a la marginalidad histórica que permanece, a pesar de los programas que desde el Ministerio de Educación se han puesto en marcha. 

“Es importante que la historia de los negros en Colombia se sepa, para que el negro se empodere, saque pecho y diga: ‘Mi gente también hizo historia, hizo buena historia’. Entonces, esa es realmente la apuesta”, explicó William Angulo, otro de los integrantes de Herencia de Timbiquí.

A pesar de que la aplicación pretende hablar de la población afrocolombiana en la historia, hay un tema que se decidió no tocar: la esclavitud. Esto como una forma de evidenciar que ya quedó atrás, que fue abolida y que, como afirma Angulo, “ya es justo que paremos con esa vuelta ahí”.

“No hablamos de cuando nos golpearon, nos escupieron, nos trataron mal, nos esclavizaron… Nosotros sabemos que eso pasó, pero queremos reconocer otras cosas. Por ejemplo, la gente no sabe que el negro se inventó los rodachines, el semáforo, ese tipo de cosas”, explicó a EL TIEMPO Leopoldo Prado, director ejecutivo de Herencia App.

Contacto directo con Herencia de Timbiquí
Además de juegos, trivias e historias de los negros, la aplicación también contará con ‘streaming’ donde se puede ver por dónde va viajando Herencia de Timbiquí.

Por medio de esas transmisiones en vivo, los usuarios podrán ver talleres de etnoeducación por parte de la agrupación en otros países, momentos previos a sus conciertos y partes de sus viajes alrededor de Colombia y el mundo de forma gratuita.

Sin embargo, para ver los conciertos completos y en vivo se tendrá que pagar un monto que no superará los $ 10.000. Parte del porcentaje de dinero que se reciba estará destinado a la fundación Mansa Musa para equipos de educación, uniformes de colegio y hasta para levantar construcciones.

Cada cuatro meses se estará actualizando la aplicación, que ya se encuentra disponible en Google Play y en la App Store.

JULIANA MATEUS TÉLLEZ
 ELTIEMPO.COM 
Tomado de:http://m.eltiempo.com/tecnosfera/apps/herencia-de-timbiqui-y-su-aplicacion-para-la-etnoeducacion-83906